El hecho es que a veces debemos tomar decisiones que no nos gustan. Las tomamos por que están bien, bien en el sentido de como la ley y la Constitución, según las apreciamos, obligan a ese resultado. Tan grande es nuestro compromiso con el proceso que, excepto en casos raros, no nos detenemos para expresar el disgusto con el resultado, tal vez por miedo de socavar un principio que encamina la decisión. Este es uno de esos raros casos.Lo anterior, pues Stevens expresó en su voto concurrente que compartía todos los argumentos expuestos en la resolución tomada por mayoría, en el sentido de que la libertad de expresión protegía el hecho de quemar banderas en actos públicos, pero a su vez señaló que Johnson "... no era un filósofo y tal vez ni siquiera poseía la habilidad de comprender cuan repugnantes fueron sus actos en contra de la República ...". Es decir, votó a favor de los derechos fundamentales consagrados por la Constitución (libertad de expresión), no obstante que no le gustó en lo personal la conducta realizada por Johnson.
Me parece que este breve y conciso razonamiento resume uno de los principios que deben de tener los juzgadores, el de objetividad, el cual consiste, según el Código de Ética para el Poder Judicial Federal, en la actitud del juzgador frente a influencias extrañas al derecho, provenientes de sí mismo. Consiste, agrega el citado documento, en emitir sus fallos por las razones que el Derecho le suministra, y no por las que se deriven de su modo personal de pensar o de sentir.
Los principios de independencia e imparcialidad, es decir, resolver sin influencias de partes ajenas o propias del proceso, no representan ninguna dificultad para el juzgador; sin embargo, despojarse de las creencias propias (religiosas, sociales, culturales, etcétera) es una cuestión, a mi parecer, mucho más difícil, más no imposible. Es la lucha cotidiana de todos los integrantes del Poder Judicial Federal, en la que me parece que salimos bien librados.
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